Moscú, 23 de febrero 1963.
Aún me estremezco al escribir estas
líneas, con ellas simplemente quiero dejar constancia de unos hechos que
ocurrieron y de los cuales ahora, en mi lecho de muerte, soy el único testigo
vivo para dar constancia de los mismos. Durante años el Politburó ha impedido
que estos hechos salieran a la luz, impregnándolo todo con material
propagandístico cuando la realidad fue muy distinta. Sé que mi hora no tardará
en llegar y por ello, aunque me cueste acordarme de aquellos terribles acontecimientos,
no puedo permitir que caigan en el olvido.
Corría el año 1920 en nuestra amada
madre Rusia, yo contaba por aquella con veintidós años de los cuales había
pasado cuatro luchando por mi patria. Primero había sido la Primera Guerra
Mundial y cuando llegamos a casa tras meses de duros combates nos encontramos
con que la Guerra Civil había empezado a asolar Rusia. Yo era un joven de
familia humilde, mi padre era un obrero industrial en la ciudad de Odesa
mientras que mi madre había muerto al dar a luz a mi hermana pequeña, pasé una
infancia dura y con tan solo catorce años comencé a trabajar como estibador en
el puerto. Eran años duros y pasábamos penurias y hambre, por ello cuando
contaba con dieciocho años no dudé en alistarme al ejército.
En el frente de Rumanía vi a muchos
hombres, aliados y enemigos, morir algunos bajo mi propia mano. La vida allí
era dura, al levantarte por las mañanas vivías con la incertidumbre si
terminarías vivo el día, pero en los dos años que pasé en el frente nunca viví
tanto terror como cuando ocurrieron los hechos que me dispongo a narrar.
Al volver a Rusia el horror de la
guerra estaba lejos de acabarse puesto que el “Ejército blanco”, formado por
partidarios del zar, se había propuesto derribar al régimen de los bolcheviques,
para cuando yo había vuelto a Rusia la guerra había empezado a entrar en fases
de gran virulencia debido a la intervención de las potencias extranjeras.
Apenas tuve tiempo para visitar a mi familia, que se había trasladado a
Petrogrado cuando entre a formar parte del Ejército rojo y fui mandado al
frente oriental.
Al comienzo las luchas fueron
encarnizadas pero para 1920 la guerra ya estaba cerca de terminar. Yo estuve en
el pelotón encargado de fusilar al Almirante Kolchak a las afueras Irkustk,
ciudad que más tarde tomaríamos, acabando casi completamente con la presencia
de “blancos” en el frente. Fui entonces ascendido a Sargento y parecía que por
fin el fantasma de la guerra se desvanecía, pero ignoraba que estaba cerca de
contemplar un horror que nunca podría olvidar.
Era la primavera del año 1920 y
nuestra misión en Irkutsk se limitaba a pacificar completamente la zona
buscando vestigios del “Ejército blanco”, ya muy mermado tras la caída de
Kolchak. Fue mi primera misión con mi recién inaugurado rango y desearía que
nunca se hubiera producido, aquella sencilla tarea quedaría grabada a fuego en
nuestras memorias.
Solamente debíamos acudir a un
grupo de aldeas situadas al norte de la ciudad de Irkutsk a par de días de
marcha, desde hacía unas semanas no se tenían noticias de sus habitantes y yo y
mis compañeros debíamos averiguar lo que pasaba. Cuando el Major Pushkin me
convocó me había dicho que quizás algunos vestigios del “Ejército blanco”
estuvieran actuando en la zona, “será algo sencillo” me dijo, sin que yo
pudiera ni siquiera imaginar que aquel hombre nos enviaba al infierno.
Muchos de los chicos que debía
comandar habían servido conmigo en el frente, eramos “camaradas”, un grupo de
diez jóvenes soldados con mucha vida por delante.
Fue en la mañana del 14 de mayo de
1920 cuando abandonamos Irkutsk, ciudad que algunos de nosotros no volverían a
ver. Era un día grisáceo y pasamos el primer día de marcha sin mayores
incidentes, a medida que nos íbamos alejando de Irkutsk encontramos cada vez
menos gente, muchos habían huido a refugiarse a las ciudades mientras que otros
simplemente huían del Ejército rojo. Las bromas de mis compañeros alegraban el
viaje y todos ensoñábamos con el día en que se declarara la victoria y
pudiéramos volver a casa, donde algunos no habíamos estado durante largos años.
Cuando empezó a anochecer nos
refugiamos en una casa comunal de una aldea de la zona, la casa comunal se
encontraba bastante llena, algo que contrastaba con la poca gente que se veía
por el camino. El encargado de aquel lugar era un ferviente bolchevique, o al
menos eso decía, y no reparó en darnos lo mejor de sus guisos así como
conseguirnos las mejores habitaciones para que descansáramos. Después de la
cena volvimos a la sala común donde la gente bebía y charlaba, notaba ciertas
miradas de temor hacía nuestro grupo, ya me había acostumbrado al efecto que
tenía el uniforme en algunos habitantes. Algunos de los soldados flirteaban con
unas muchachas de la aldea mientras otros reían y se emborrachan. Yo vigilaba
todo sentado mientras hablaba con Vassili, que había sido mi compañero de
penurias durante largo tiempo.
-Un buen Sargento del Ejército rojo
mandaría a todos a descansar.-Dije mientras vaciaba de un trago un vaso de
vodka.
-No te estreses, esta misión es
pura rutina, probablemente los aldeanos estén tan confusos que no haya ningún
problema.-Me enseñó el vaso y lo vació.-La guerra está ganada, deberíamos
brindar por ello.
Miré a Vassili a los ojos y me reí,
rellenando de nuevo nuestro vasos. Vi entonces como uno de los soldados se
levantaba de golpe y gritaba a un anciano, haciéndose el silencio en toda la
estancia. Me levanté y me dirigí junto a ellos para comprobar que pasaba,
pidiendo explicaciones a mi subordinado.
-¡Tovarishch Chapayev! ¿Qué es lo
que está pasando aquí?
-Ese viejo está propagando basura
supersticiosa.-Contestó amenazante mientras miraba al anciano.
El anciano trató de decir algo pero
Chapayev le propinó un puñetazo en la cara antes de que pudiera articular
palabra. Empujé al soldado para evitar que continuará golpeando al anciano,
Chapayev que estaba visiblemente bebido cayó sobre el suelo desde donde me miró
con ojos de odio. Fue entonces cuando me dirigí a Vassili y ordené.
-¡Tovarishch vaya a buscar al resto
de sus compañeros!-Luego me dirigí al otro grupo de soldados y con voz firme
ordené.-¡Camaradas es hora de que nos retiremos! Mañana será un día duro.
Esta vez los soldados respondieron
haciendo el saludo militar, menos Chapayev que subió a la habitación con sus
compañeros mientras me miraba con rabia. Una vez se hubieron retirado me
acerqué al anciano que se encontraba descansando sobre una silla, tenía unas
largas barbas canosas y llevaba el pelo completamente desaliñado.
-Disculpo lo que ha pasado.-Dije al
anciano que me miraba por el rabillo del ojo.
-No hacen bien en ignorar mis
advertencias.-Contestó con un extraño acento.
-No sé de que me habla.
-Váyanse, no vayan a esas
aldeas.-Hizo una pausa para tragar aire de forma agónica y luego exclamó con
una especie de aullido.-¡Ese lugar está maldito!
-Tenemos una misión.-Respondí con
voz firme mientras tomaba asiento.-Debemos ver que es lo que ocurre, quizás
haya partidarios del zar.
-Si los hay ya estarán
muertos.-Miré al anciano intrigado y este continuó hablando.-El mal invade ese
lugar, los muertos se han levantado de sus tumbas...
-¡Eso son estúpidas supersticiones!
-Yo lo he visto con mis propios
ojos.-Susurró sibilante aquel anciano poniéndome la piel de gallina.-Los
caminantes se comen unos a otros, ese mal se extiende como la pólvora...
Me levanté y busqué al encargado,
ordenándole que llevaran a aquel hombre a casa. Aquel anciano de mirada perdida
seguía mirándome con sus ojos inquietantes, acomodándome, el encargado se lo
llevó junto a otro hombre y antes de salir se volvió hacia mí, gritando.
-¡Tovarishch lamentarás no haberme
escuchado!
Cuando subí a la habitación, los
chicos ya estaban durmiendo, me tumbé en la cama y apenas pegue ojo pensando en
las advertencias de aquel anciano, mi sentido común las rechazaba pero no podía
quitar de mi cabeza aquella mirada.
Cuando tomábamos un poco de pan con
jamón salado para desayunar pregunté al encargado sobre el misterioso anciano,
solo pudo decirme que había llegado hace unos meses a la aldea para refugiarse
en casa de una sobrina, sólo pude preguntarme de qué había huido. Emprendimos
de nuevo el camino, podía notar la mirada inquisidora de Chapayev, cuestionando
todas mis decisiones, pero en general el ambiente seguía siendo bueno, aunque
las palabras del anciano seguían resonando en mi cabeza.
Cuando paramos a media mañana a
tomar un tentempié, aproveché que no estuviera nadie cerca de nosotros para
contarle a Vassili lo que había dicho aquel anciano.
-No te preocupes, son
supersticiones de pueblerinos. Es culpa de las políticas educativas zaristas
fomentando la ignorancia para tener esclavos.-Contestó quitándole hierro al
asunto.
-No sé, es extraño deberías haberle
visto.-Respondí preocupado.-Los caminos están vacíos, nadie sabe nada de aquel
lugar...
-¿Pero...muertos que se comen a
personas?-Soltó una carcajada, luego me tendió una petaquita con
vodka.-Necesitas un trago.
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